Roadtrip Southland – Recorrido por el extremo sur de Nueva Zelanda

Actualizado en May 27, 2020Nueva Zelanda, Relatos

Roadtrip Southland – Recorrido por el extremo sur de Nueva Zelanda

Actualizado en May 27, 2020

Roadtrip Southland – Recorrido por el extremo sur de Nueva Zelanda

La mañana que dejamos la región de Otago para adentrarnos en Southland, la región más austral de Nueva Zelanda, nos regalaba su mejor cara. La felicidad y la tranquilidad flotaba sobre uno de los más bellos amaneceres que nos tocó presenciar y como escenario, un privilegiado lugar en medio de la península de Otago. Diría que esto fue el clímax de una semana dorada por el sol, quizás simplemente ya no podía estirarse más el elástico de esa extraña suerte de dormir bajo un cielo estrellado, y como una vela da su último brillo antes de apagarse, esa misma tarde cuando ya cruzábamos la frontera entre la región de Otago y Southland arreció sobre nosotros una poderosa ventisca lluviosa, como si el sur nos diera su fría advertencia.

acampando a las orillas del lago en nueva zelanda

Avanzamos ese primer día bordeando la ventosa costa, y paramos a cocinar detrás de un arbusto en un intento inútil de evadir la ventolera. Carla se instaló en la parte trasera de “Avo” y cubriéndose de la lluvia con la puerta del maletero, encontró el refugio necesario para calentar el alimento. Comimos rápido para seguir pronto la ruta ya que aunque el verano no hace mucho que se retiró, los días son bastante más cortos y no teníamos tanto tiempo de luz.

Así llegamos a Kaka Point, el punto de entrada hacia la zona llamada “The Catlins”, y ante la ausencia de campamentos gratuitos cercanos donde quedarnos a dormir, buscamos en nuestra aplicación de teléfono las mejores alternativas. Encontramos el que creíamos el indicado. No sólo prometían internet sin costo (algo importante en estos tiempos), además ducha caliente y ¡DVD´s gratis! Hacía tanto tiempo que no veíamos un película (con lo cinéfilos que somos) que este increíble combo por solo 10 dólares por persona nos pareció imbatible.

Sin duda fue elegido sin chistar y de forma unánime. Acomodamos el auto dentro del camping y raudos fuimos a la cocina para protegernos del viento y la lluvia. Saqué mi computador para trabajar un poco en fotos y conectarme a internet. Fue en ese momento que nos dimos cuenta que nuestro computador ¡no tenía ranura para insertar DVD´s! Sentimos que esta acelerada modernidad nos había hecho una jugarreta y caímos como niños, (solo me faltaba pensar que podía usar un disquete).
– Al menos podremos ver algo por internet -nos consolamos.
Pues resultó que la promesa de internet gratis eran sólo unos minutos, suficiente para revisar el correo, descargar unos archivos y poco más. Cenamos algo desilusionados y nos fuimos a dormir al auto sin película pero con el sonido de la lluvia en el techo.

Islotes Nugget Point en Nueva Zelanda

La mañana fue mejorando de a poco, la ducha era caliente (como se extraña eso a veces) y comenzaba a despejar. Aprovechamos el calor del sol y el respiro que nos daba la lluvia para visitar Nugget Point. Aquí se encuentra un faro y un conjunto de acantilados e islotes de roca que otorgan al lugar calidad de “paisaje”. Es un punto tremendamente fotogénico (aparece en portadas de folletos y postales) cosa que siempre lamentamos incongruentemente justo al momento de sacar fotos. Es imposible encontrar ángulo que no esté adornado con una señora de lento caminar o un asiático fotografiando lo que encuentre a su paso. Al menos pudimos admirar la belleza del lugar y algún que otro león marino chapoteando abajo a la distancia.

Justo cuando regresábamos al auto, volvía la lluvia a su trabajo habitual.

La ruta escénica como le llaman, recorre toda la costa austral, y muchas playas y bahías se encuentran a su paso. Así, siempre en búsqueda de algún avistamiento animal nos animamos a caminar por las arenas de Surat Bay. Al principio no nos pareció tan buena idea, el fuerte viento y la fina lluvia hacían la caminata una constante lucha contra los elementos, pero en esta zona solo queda abrazar el clima como venga, de otro modo se haría insufrible

leon marino en las playas de southland en nueva zelanda

El  fuerte oleaje y el profundo color del mar, daban majestuosidad a la playa y mientras sacaba algunas fotos algo a la distancia llamó mi atención. Al acercarnos vimos un enorme león marino. Un macho adulto descansaba plácidamente sobre la arena, acomodándose de tanto en tanto, cavando así una especie de cama-guarida en la playa. Nos quedamos ahí, muy curiosos unos minutos para poder observarlo en toda su extensión y retratarlo con la cámara, guardando nuestra distancia. Los leones marinos a pesar de su tamaño y aparente letargo, pueden ser bastante agresivos y de rápido ataque si se sienten amenazados. El animal nos dedicó una mirada dándonos a entender que era consciente de nuestra presencia, para luego volver a acomodarse y continuar con su merecido descanso.

Mas felices y con la sensación de recompensa deshicimos nuestros pasos de vuelta por la playa, esta vez acompañados con la imprevisible aparición de un curioso gato atigrado que hacia sonar su cascabel cada vez que saltaba grácilmente de roca en roca o escapaba del agua del mar que se le venía encima. Este extraño gato me hizo ponerme a pensar… Me dio la impresión de ser un animal de una libertad absoluta, casi pensada y meditada, que hasta me generó un gusto difícil de describir ver como recorría la enorme playa a sus anchas, a pesar de tener un cascabel atado a su cuello. ¿Seríamos nosotros un poco como ese gato, recorriendo en mundo, soñándonos libres, pero siempre con un cascabel al cuello? Pensé que ese cascabel era como el mercado y el consumo, pero podría ser cualquier cosa, religión, partido político, o cualquier otro ismo.  ¿Será posible desembarazarse de todo cascabel? Tal vez no, pero quizás sí podríamos aumentar el rango de aquella libertad o disminuir el sonido del cascabel y correr felices en cualquier playa, campo o montaña. Ese gato me enseñaba una lección.  A pesar de toda libertad siempre tendremos un amarre, una cascabel atada al cuello. En fin, parecía que el guardián felino de la playa nos daba su bendición y disfrutamos de su compañía hasta llegar a nuestro auto donde nos despidió sugiriéndonos unas caricias en su lomo.

el gato rey sobre las rocas

Se nos iba el día entre algunas caminatas y antes del atardecer llegamos hasta Curio Bay. Nos habían contado mil y una maravillas veraniegas de esa playa. Imágenes de postal con personas nadando en el agua, delfines saltando alegremente y un sol brillante que bronceaba de solo ver las fotos. Nuestra realidad distaba de esos paraísos perdidos. Nuestras ansias de encontrarnos con delfines chocaban de lleno con un mar agitado, y el viento frío que vencía cualquier abrigo.

Solo nos quedaba encontrarnos con el yellow eyed penguin (pingüino de ojo amarillo) que según otros rumores llegaban a la costa justo a la hora en que habíamos arribado a Curio Bay.

Así fue como llegamos a un roquerío donde el mar implacable desataba su furioso oleaje contra las rocas. Cámara en mano, binoculares, mucho abrigo y a esperar, esperar, esperar… La luz del atardecer comenzaba a extinguirse dando paso a esa hora azulada donde las montañas a lo lejos se confunden con el color del cielo. Ya cuando aparecía la primera estrella del cielo austral, asomaba su cabeza por sobre el agua un pequeño pingüino nadador, que con inusitada agilidad salió del agua de un salto y se poso sobre las rocas para avanzar casi a trompicones hasta finalmente tocar tierra firme.

Aunque estaba lejos, nuestra excitación era máxima. Más que un premio de consuelo, avistar un pingüino llegar a la costa fue un recordatorio que solo éramos visitantes y que ellos son dueños de casa incluso mucho antes que el primer hombre arribara a esas latitudes.

El pingüino se quedó ahí quieto en la orilla, a veces moviendo la cola o agitando sus alas, pero no volvió a dar un paso más ni a retroceder. Estos pingüinos solo tienen una pareja para toda la vida y esperan a su acompañante cada día en la costa para ir juntos a la guarida que se esconde en algún lugar de la intransitada playa. Así pasaron los minutos hasta que la noche dejó caer su manto de invisibilidad y no pudimos ver el resultado de su fiel espera. Nos quedó así el misterio sin resolver, esperamos, hasta una futura próxima oportunidad.

Con la melancolía de la soledad y el romanticismo pingüinil, fuimos en busca de un lugar donde dormir, y encontramos un campamento gratuito no muy lejos de la playa.

Nuestro viaje por la llamada “Ruta escénica del sur” nos había empujado cada vez más al final de la tierra, una estepa, un camino y un cartel amarillo indicaba pobremente que habíamos llegado a Slope Point el punto más septentrional de toda la isla sur.

Es curioso llegar al “final” de un país. Esa línea dibujada en los mapas y que reconocemos tan bien en los dibujos, en el terreno mismo la realidad es otra. El risco y el mar que mirábamos no dibujaban líneas sino más bien existe una realidad continua tejida por el océano que envuelve este país de dos islas.

Slope Point, el punto más austral de Nueva Zelanda

Ahora que nuestras ruedas sólo tendrían dirección norte, golpeamos la ruta con renovados aires los que rápidamente fueron ralentizados. Justo antes de llegar a la ciudad de Invercargill el agua del cielo más que caer como lluvia parecía que repentinamente hubiéramos entrado en otra dimensión acuática. Los goterones golpeaban el auto con tal estrépito que no tuve más remedio que bajar la velocidad y a paso de tortuga llegamos a la ciudad capital del estado de Southland.

Este nuevo encuentro con la civilización, nos recibía bien mojados, y sin ánimos de buscar refugio para cocinar, entramos a una “Pizza Hut” para almorzar y esperar que el vendaval pasara pronto.

Durante el día siguiente pudimos recobrar las energías y buscar provisiones. Encontramos una ducha caliente por poco dinero, lavamos algo de ropa y nos pusimos al día con los planes, las rutas y como no, con las redes sociales.

Ya más renovados (es increíble lo que una ducha y ropa limpia hacen en el espíritu del viajero) continuamos nuestro rumbo enfilándonos hacia un parque nacional que llamaba nuestra atención hacía meses y al que ahora finalmente nos acercábamos al ritmo que imponía el viejo motor de “Avo”.

La ruta nos continuó llevando por playas tan ventosas que en las noches parecía que nuestro auto se volcaría en cualquier minuto, y por otras, como Gemstone Beach que parecían sacadas de un cuento. Como su nombre lo indica esta playa está formada por miles de piedras semipreciosas y la arena compuesta de los mismos elementos. Nos quedamos horas examinando piedra a piedra sus colores, texturas y transparencias,  caminamos sobre este tesoro fascinados con el irreal paisaje, hasta hicimos una selección para que adornara cual palacio, nuestra casa móvil. Carla por supuesto fue la juez que definía cual sentencia que piedra quedaba seleccionada para embarcarse en un viaje con nosotros y cual debía permanecer en la playa hasta que otros ojos se posaran sobre ella.

Gemstone beach, fue la última playa del sur que vimos antes de tomar la carretera que corta rumbo hacia el norte y entra hacia el parque nacional Fiordland.

Carla seleccionando piedras en Gemstone Beach

Antes de poner pie sobre este inmenso parque hubo una localidad que nos llamó mucho la atención. Pasábamos sin más, sin planes de detenernos, era solo un pueblo de un par de cuadras, donde no se movía ni un alma, hasta que vimos un cartel que indicaba que ese pueblo era la capital mundial de la salchicha. Al parecer ellos consideraban que allí, en Tuatapere, hacían las mejores salchichas de la tierra y que orgullosos eran famosos en la región por tal delicada producción.

Al enterarnos de esta primicia no pudimos dejar pasar la oportunidad de probar las delicias locales, por lo que en el único negocio que estaba abierto, mis pies se colaron por su puerta.

La tienda vendía salchichas crudas para cocinarlas en casa o preparadas en diferentes formas. Las cabezas de ciervo como trofeos en la pared y un loro enjaulado que repetía lo mismo una y otra vez aumentaban la sensación de surrealismo en este paraíso perdido de las cecinas.

Me pedí un hotdog, pensé que una salchicha con pan y algún agregado extra podrían darme una buena impresión de la tradición culinaria del lugar. Pasaron más de 15 minutos (y era yo el único cliente del local) y ya pensaba que se habían olvidado de mi salchicha o que su preparación requería los más profundos conocimientos y la más elaborada cocción. Hasta que al fin llegó. Venía en una bolsita de papel y al sacarla mi sorpresa era máxima.

Era una salchicha frita con cobertura crocante insertada en un palito de madera como si fuese un helado. El sabor definitivamente no la hacía acreedora del título a la mejor del mundo. La decepción dio paso a la resignación y luego a la risa , no me pude ni terminar la salchicha, le dije a Carla que por ningún motivo esto reemplazaría el almuerzo. Encendimos el motor con la ilusión de encontrar días más soleados en los días por venir y con la seguridad que este país nos sorprendería más con sus paisajes que con su tradición culinaria y en vez de procurar alimentarnos por la boca, lo haríamos de otra manera través de los ojos.

Dejábamos atrás las playas de tesoros, las salchichas y los acantilados, y Avo rodaba por la ruta como en sus mejores días. Vimos a la distancia montañas nevadas y sin siquiera cruzar una mirada o una palabra cada uno sabía en su interior que algo quedaba a nuestras espaldas y que otra parte del viaje estaba por empezar.


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